miércoles, 26 de febrero de 2014

De puntas va la cosa

Eso de llevar melena a lo Rey León es la leche merengada condensada sacada de las tetas de la vaca que ríe. Pero a la gente le cuesta aceptar que somos animales. Se ve que creerse de una especie superior llena sus vacías vidas. Pues lo mismo pasa con las peluqueras: se conoce que eso de cortar el pelo a sus clientes más de lo que les piden, hace que se corran de una forma tsunámica.

 
Y esto es así, ¿eh? Demostrado empíricamente. Te levantas inocente de ti un día, les dices a tus padres, “Voy a cortarme el pelo, que empiezo a notar que tengo las puntas más abiertas que las piernas de Paris Hilton”, y la cagas. La cagas como la cagó Iker Casillas liándose con la Carbonara, digo, Carbonero.
 
Llegas a la peluquería, con los pelos al estilo concierto de heavy porque es una pérdida de tiempo arreglártelos si te los vas a cortar. Y ahí está la peluquera, tijeras en mano, con mirada de psicópata, oliendo tu miedo mientras le recuerdas que SOLO te retoque las puntitas. 
 

Te lava la cabellera con esos champús de olor orgásmico, dándote unos masajes propios del séptimo cielo y, de repente... ¡ZAS! Cuando te miras al espejo, la tía ya te ha metido el primer tijeretazo, así, sin preguntar. Ha violado y asesinado tus queridas puntas abiertas y medio metro más de melena.


 “¿Por qué cojones tienen ese vicio?”, os preguntareis. Pues bien chicos, la respuesta es muy sencilla: Les hace mojar las bragas. Así de simple. Es como eso de las Beliebers o las Directioners, incomprensible pero real. Mucha gente cree que lo hacen porque ellas entienden de estilo y, claro, te ponen el peinado que mejor te sienta. Pero yo y mi pelo nos sentamos donde yo quiero, no donde una peluquera de pacotilla me deja la silla.
 
Y luego está el precio, no os creais, que parece que laven el pelo con semen de unicornio. Y la laca, evidentemente, que parece que hayan descubierto una colonia de cucarachas en tu cabeza y estén intentando aniquilarlas con mata-bichos. 



Yo creo que cuando las peluqueras deciden serlo, no sólo se tienen que comprar un secador, unas planchas y tintarse el pelo cada dos semanas, sino que hacen una especie de juramento con el satán de los peines: le prometen putear a los clientes siempre que les sea posible. A cambio de eso, él les paga con múltiples orgamos y corridas épicas, comparables a las que todos sentimos al enterarnos que Justino Biberón dejaba los escenarios. 
  
En fin, que mi pelo es mío, y que si alguien tiene derecho a correrse gracias a él, esa soy yo cuando me lo acarician.

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